Comenzó el viaje



Aquella tarde tomé las dos maletas que se encontraban sobre la cama. No tenía mucho tiempo para abandonar aquel país que se caía a pedazos. Para mi niña eran solo unas vacaciones de dos meses. Para mí solo sería cuestión de algún tiempo hasta que la inercia política de esa convulsionada Venezuela produjese los cambios políticos necesarios para retomar la normalidad democrática. 

Atrás habían quedado las manifestaciones civiles de 2017, una ola de protestas en contra del gobierno del presidente Nicolás Maduro, y especialmente en contra de la decisión del Tribunal Supremo de Justicia venezolano de arrebatar las funciones originarias de la Asamblea Nacional que, desde el año 2015, había ganado la oposición de forma abrumadora.

El chavismo ya había demostrado con anterioridad que elecciones que no ganaba las arrebataba de alguna forma. Así, Chávez diluyó la victoria opositora que impidió la segunda reforma constitucional que abría paso al socialismo estilo cubano en Venezuela. En esa ocasión creó un puñado de leyes que introdujeron las reformas rechazadas por la población en el referéndum aprobatorio de la abortada constitución. 

En esta ocasión, el chavismo, ante la inminente derrota electoral para la escogencia de los diputados a la Asamblea Nacional, nombró inconstitucionalmente a un Tribunal Supremo de Justicia que en lo sucesivo invalidaría todas las acciones que emprendiese la Asamblea de mayoría opositora. Este hecho llenó de desesperanza y resignación a un pueblo que añoraba una sola cosa: vivir en  libertad.

En el trayecto a la salida principal entré en la pequeña biblioteca haciendo una rápida búsqueda de algo que, de última hora, podría estar dejando olvidado. Pasé mis dedos sobre las teclas del piano, miré la guitarra blanca sobre su pedestal y luego los libros sobre la estantería. Durante mucho tiempo ese había sido uno de mis lugares frecuentes de la casa. Lugar de consultas, de trabajo, de ocio, de creatividad o de aburrimiento.

Todas las condiciones estaban dadas para que se produjera el esperado estallido social, el cual sucedió pero no en la forma que esperábamos, pues siempre dijimos que "-cuando bajaran los barrios la vaina caía". El barrio bajó y fue masacrado por efectivos gubernamentales sin ningún tipo de miramiento. 

Una inflación que superaba para aquel momento el 500% (aún no se vislumbraba la hiperinflación), la imagen reciente de los cientos de venezolanos asesinados por el régimen chavista en las protestas, la lucha callejera de muchachos protegidos por escudos de cartón frente a militares fuertemente ataviados para la batalla, el agudo desabastecimiento de alimentos y medicinas, los eternos apagones, las infinitas colas para colocar gasolina, la persecución a periodistas, luchadores sociales  y políticos, entre otros, daban cuenta de la ruina del socialismo del siglo XXI, una bestia infame que parecía ya dando sus últimos golpes de desesperación para mantenerse en el poder.  El tiempo ha demostrado lo contrario.

En la cocina serví lo que quedaba de café en la taza de barro traída de algún nostálgico pueblito andino cuyo nombre ya no recuerdo. 

A través de la ventana una última mirada a las palmas que adornaban el enorme patio antes de que pasaran a recogerme. Allí colgaban los helechos y, más allá, el pino en la gran matera.

Qué tranquilidad se percibía mientras sorbía ese café. Ya no había tiempo para tumbarse sobre la hamaca a observar aquella montaña sobre la cual corría una delicada brisa en aquella calurosa tarde del eterno verano. ¡Cuántos sueños quedarían olvidados en aquellas paredes de la casa hecha a la medida de nuestros sueños! ¡Cuánto silencio! ¡Cuánta paz!

Pero esa paz era solo una pequeña burbuja en mi mundo. Afuera el hambre obligaba a los venezolanos a pedir comida, a buscar dentro de la basura de los restaurantes. Dicen que algunos se alimentaron por meses sólo con mangos y sobras. No es difícil de creer. 

Una de mis últimas experiencias la viví en el Centro Comercial La Granja cuando, sentado en la feria de comida, vi acercarse a una mujer, con buen atuendo, para pedirme que no arrojase los desperdicios de comida sobrante de mi bandeja en la basura, que ella lo haría por mí. Tácitamente comprendí que ella rescataría de allí lo que fuese posible. La imagen todavía permanece en mi mente. Su cara de vergüenza. La impotencia.

El país aún tendría que vivir otras desgracias, otros sobresaltos, otras miserias. 

Tocaron la puerta. Caminé a abrirla para recibir a quienes me llevarían al aeropuerto. Estaban allí esperando esos amigos de los que siempre es difícil despedirse. Junté las cosas en la puerta y miré la enorme sala. Y allí las fotos de ella, sobre la repisa. Me esperaba en el destino al que me dirigía. Así emprendí el viaje que han hecho ya unos 6 millones de venezolanos. Unos en avión. Otros en carro. Otros a pie. Viaje que aún no termina. Y sigo sin llegar a mi destino.








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